A veces los Reyes de España,
completamente solos, abandonaban la cámara en la cual dormían y con una
vela en la mano derecha y un orinal en la izquierda, se dirigían a la
habitación de La Reina con el propósito de intimar con ella. No sabemos
la regularidad con la que Felipe IV, por ejemplo, abandonaba su lecho y pasaba a compartir el de su esposa, aunque suponemos que no lo hacía con frecuencia. A Don Juan,
por su parte, el malogrado hijo de los Reyes Católicos que se murió con
diecinueve años, le dejaban una espada y un puñal por si durante la
noche le apetecía cambiar de Cámara para visitar a su joven y bellísima
esposa: Margarita. Los reyes no solían dormir en la misma cama. Si
bien el episodio de la vela y el orinal es absolutamente verídico,
siempre hay excepciones; en la antigua realeza encontramos a los muy
avenidos Felipe V y su esposa Isabel de Farnesio,
descansando en la misma cama durante casi toda su vida. Solo la muerte
de éste hizo que La Reina abandonara la cama matrimonial para utilizar
otra mucho más modesta (ver imagen). Vivían, aunque deberíamos decir mas
bien que dormían, en consonancia con el ideal cristiano señalado, entre
otros, por Santo Tomás, que ya había apuntado que las parejas
debían de disponer de su propio cuarto y su propio lecho. Hoy esta
afirmación puede parecer obvia, pero no lo es, la religión marca incluso
la forma de dormir; parece que a partir de La Contrarreforma
religiosa los matrimonios católicos debían de dormir en la misma cama
mientras que, los protestantes, preferían los lechos separados. Descanso
y amor no debían de ir necesariamente unidos. Una forma esta última que
traía ecos del pasado; hasta el Imperio Romano el lecho matrimonial solo se utilizaba para mantener relaciones físicas con la pareja y no para dormir.
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Dormitorio XIII. España |
El cristianismo extiende la sacralización del matrimonio al ámbito de
la alcoba, pero apunta aristas en su realización física: el sexo. Solo
es lícito para procrear y el lecho debe ser compartido con el fin de
establecer esa complicidad, incluso en el reposo. La cama matrimonial
hereda la mística del lectus genialis de los romanos,
ante el cual, la esposa, antes de consumar el matrimonio se encomendaba a
los dioses tutelares del hogar, entre los cuales se encontraba el uso
de utensilios un tanto indecorosos para la moral cristiana. Pero esta,
claro, es la historia oficial. El fin del Imperio Romano no acarreó
mejora alguna en las condiciones de vida de las clases populares, e
incluso, mermó el confort en las acomodadas. La cama en general se
convirtió en un artículo de lujo, no era el caballo que según los
cronistas latinos, utilizaban los hunos para dormir sin
desmostar, pero acaso el frió e inclemente suelo se convirtió durante el
siglo VI, junto a las mesas y bancos, en superficie habitual para el
descanso. A tal efecto se disponía de un burdo saco relleno de hojas o
paja que se colocaba todas las noches y se retiraba todas las mañanas,
utilizándolo entre tanto para otros menesteres.
San Isidoro de Sevilla ya hablaba del estrado
como el lecho mas sencillo de todos; una plataforma que apenas alzaba
dos palmos del suelo y que poco a poco se fue haciendo mas elevada hasta
convertirse en escaño, el cual permitía ser usado también
como mesa. San Isidoro, pese a la irrelevancia a la que a veces se le
ha condenado, es el gran cronista de la España tardo romana, pero sobre
todo es un observador privilegiado de la España goda. A él debemos
incluso una referencia a los lechos introducidos en La Península por los
cartagineses, los llama propiamente "punicani". Los godos, o visigodos, se limitaron a asimilar en muchos aspectos el amueblamiento hispanoromano; los colchones: "culcitae" estarían rellenos con plumas o borra [pelusa], blandos y calientes. Las almohadas se denominaban "cervicalias". En
sentido estricto una cama era un mueble bajo y pequeño, reservada a las
clases inferiores, mientras que el lecho se trataría de una plataforma
elevada que exigiría la presencia de un pequeño escabel o "scabellum", dice él. Las camas para niños presentan ya la familiar denominación de "cunábula" .
Con frecuencia el estrado cubierto con un jergón o una alfombra servía
de lecho colectivo para todos los miembros de la familia. En Europa
Septentrional, la familia incluía a los sirvientes. Las alfombras, por
cierto, fueron exportadas a Europa desde La España cristiana. De origen
oriental, fueron asimiladas con gusto por los reinos del Norte de la
Península de tal forma que, con motivo del matrimonio entre Leonor de Castilla y el rey Eduardo I de Inglaterra, las calles de Londres
por donde iba a pasar la comitiva, fueron cubiertas con alfombras.
Todo lo cual fue considerado como un extraordinario lujo en la austera y
pobre Corte Inglesa. Leonor era hija de Fernando III conocido como «El Santo» conquistador de Córdoba, Sevilla y Cádiz, hermano de San Luis Rey de Francia.
Ambos merecerían la santidad porque fueron un ejemplo extraño de que
las coronas se ganan con los actos y que de ninguno de los dos se conoce
indignidad alguna. Leonor fue la mas bella princesa de Castilla y tuvo
la friolera de quince hijos con el Rey Eduardo. En la flotilla real que
trasladó las pertenencias de Leonor hacia Inglaterra y que estaba
compuesta por once barcas, una sola de ellas estaba destinada al
traslado de los lechos de la pareja.
Enrique IV de Castilla, a pesar del carácter casi nómada de su Corte, tenía dos camas fijas en el Alcázar de Segovia según refiere Juan de Tordesillas, camarero real. Las camas disponían de nueve arrobas [cada arroba equivale a 11,5 kilogramos] de lana lavada y vareada por un maestro colchonero. Simuel Meme, trapero, aportó el lienzo para las mismas. Colchas de color morado y verde y media docena de cojines completaban los lechos. Deleito y Piñuela
[La mujer, la casa y la moda] refiere que las camas de la aristocracia
en el silgo XVII estaban cubiertas de una colcha de damasco, adornada
con brocado de plata y blondas españolas. En invierno se utilizaba el
terciopelo y eran cubiertas por colgaduras de semejantes proporciones
«que queda como enterrado el que se acuesta en ellas». En verano se
disponían mosquiteras y se cubrían los colchones con piel de vaca a fin
de sentir menos el calor. Los colchones eran de lana y el rey disponía
hasta de catorce en cada uno de sus lechos. El primer lecho de Juana I de Castilla tras abandonar la cuna, disponía,
al parecer, de cinco colchones. La Reina Juana, hija de los Reyes
Católicos, nunca ejercería como tal Reina, pese a ser madre de dos
Emperadores [*], su salud mental la incapacitaría para ejercer el poder.
Hasta que Felipe II decidiera establecer la Corte en Madrid, la
monarquía hispana se caracterizó por una suerte de trashumancia
cortesana. Los Reyes Católicos, por ejemplo, tuvieron casi cien
residencias durante su reinado. No es pues extraño la presencia de las
camas llamadas «encaxadas».
Se trataba de camas portátiles construidas a partir de un cajón
mediante tablas claveteadas. Dentro de este se disponía tanto el lecho
propiamente dicho, como todos los elementos necesarios para preparar
adecuadamente el mismo: patas, cabecero, etc. En el inventario de los
bienes que el Emperador Carlos I dejó tras sus muerte en el Monasterio de Yuste, encontramos
la madera de tres «camas de campo», dos grandes y una más pequeña, «con
todo el aparejo para armarse y desarmarse». También catorce «colchones
de holanda» que daban servicio a los referidos lechos y once
cabeceros, entiéndase almohadas.
En Córdoba se elaboraría una cama para la Reina Isabel I de Castilla compuesta por cuatro colchones. Su yerno, Felipe el Hermoso, en uno de sus conflictivos viajes a España -El rey Fernando el Católico
le tenía como el peor de los hombres- descansó en una cama cubierta con
paño de oro. Precisamente el hermanastro de Fernándo el Católico; Carlos de Viana, y más precisamente a su amante, Brianda de Vega se la obsequió con una cama. Lo que es bien extraño, toda vez que Carlos, Príncipe de Viana y
heredero de la corona de Navarra, había tenido con ella un hijo, por lo
que esta precariedad solo puede ser muestra de las horribles relaciones
que tenía Carlos con su padre Juan II, rey de Navarra y Aragón
que incluso lo mandó encarcelar. La vida de Carlos de Viana fue
desdichada, pretendió incluso la mano de Isabel I de Castilla, «la reina
católica» que al final matrimoniaría con su hermanastro, Fernando.
Siendo en puridad el heredero de la Corona de Aragón vago mendigando un
reino y solo la rebelión de Cataluña lo hizo tal durante unas breves
jornadas. Dejaría un sin fin de deudas y entre ellas figura la curiosa
demanda por «el alquiler de una cama» y sus correspondientes sábanas que
le reclamaba un tal Baltasar Casas, colchonero de oficio .[Archivo
Historico de la Corona de Aragón. Doc. 180. 1461. Barcelona]
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Cama cerrada |
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Kang. Plataforma de descanso tradicional en China |
Durante
La Edad Media era frecuente entre las clases nobles dormir desnudos,
aunque curiosamente, y según atestiguan las pinturas de la época,
permanecían con la cabeza cubierta; el tradicional bonete permitía
conservar la cabeza caliente y también mantenía los pabellones de las
orejas protegidos de los numerosos insectos domésticos que hacían de los
lechos un idóneo vector de infectación. Campesinos y clases populares,
si las condiciones climáticas lo permitían, también solían dormir
desnudos, pero en su caso se trataba de camas compartidas; es decir,
todos los miembros de la familia descansaban sobre estos lechos
colectivos: padres, hijos y abuelos, e incluso sirvientes, produciendo
con frecuencia situaciones indeseables, higiénicas y de otra índole. La Iglesia censuraba este tipo de hacinamiento; de hecho, la orden de San Benito llegó a prohibir a los monjes acostarse desnudos y les exigía el uso de camas individuales. En Inglaterra el rey Edgar
no solo desaconsejaba el uso de colchones rellenos de plumas como
inadecuados para la fortaleza de un varón, sino que veía que la desnudez
nocturna no era propia de guerreros. Santa Coleta, la reformadora de las monjas clarisas,
dormía vestida, cubierta por la burda tela de su hábito;
descansando....mas bien intentando hacerlo sobre un colchón relleno de
gavillas. Un trozo de madera la servía de almohada, y el colchón
descansaba directamente sobre el suelo, de tal manera que sólo una tabla
tendida paralela a la pared impedía que las gavillas se desparramaran
por el suelo. No obstante, parece ser que en siglo XII y XIII lo
habitual era dormir desnudo, retirándose la camisa antes de acceder al
lecho pues lo contrario hubiera constituido un desaire para la pareja.
Bien distinto era en este aspecto el siglo XVI, de tal manera que un tal
Francisco Monzón, a la sazón moralista, y al pairo de las muchas
majaderías que se hacían pasar por principios
científicos, advertía contra el vicio de dormir desnudos: "que nadie
duerma desnudo sin túnica o sin camisa porque no está con la honestidad
que se requiere para sus propios tocamientos... (sic)"
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Peregrinos en una cama |
Dormir acompañado por desconocidos era relativamente frecuente cuando
se viajaba y se demandaba hospedaje. Durante la Edad Media, e incluso
hasta el siglo XVIII, no era extraño utilizar los lechos de esta forma
en las fondas y ventas: dos y hasta tres viajeros podían compartir no
sólo cama, sino también las mantas para cubrirse. La poca higiene
pública, unida a la mas que dudosas condiciones del lecho, la disputa
por el espacio sobre el colchón y la abundante población de parásitos en
la ropa de cama, podían convertir la noche en un episodio infernal.
Todo ello unido al desconocimiento de las intenciones reales del
compañero de cama, por ello no es extraño que muchos viajeros, si no
disponían del dinero suficiente para pagar un lecho en exclusiva,
prefirieran dormir en el suelo. A finales del siglo XVIII aún el sueño,
que hoy es considerado como una actividad absolutamente privada, era
compartido sin restricción alguna en una ciudad como París en numerosas
posadas. En el «journal de ma vie» Jacques-Louis Menetra
escribe que alquila una cama en la cual se acuesta para descansar
aprovechando que uno de sus ocupantes se ha levantado; se trata de la
madre de la chica que descansa en el lecho. Ménètra refiere que la
proximidad lo excita de tal forma que hace el amor con la chica; «¡qué
placer cuando sucede algo así sin esperarlo!» afirma. A la noche
siguiente se dispone a hacer lo mismo, pero en esta ocasión la que se ha
levantado de la cama es la hija y la madre, víctima de su acoso,
reacciona violentamente.
Compartir la cama era también un gesto de hospitalidad, y no era
extraño que los visitantes acompañaran en su descanso al dueño de la
casa en la cama. El Duque de Guisa jefe del partido católico durante las guerras de religión en Francia, tuvo a bien compartir su lecho con El Príncipe de Condé,
líder hugonote al que había hecho prisionero. Era esta una extrema
deferencia no al alcance de cualquiera, ya que mostraba la absoluta
confianza en aquel al que se ofrecia. Simbólicamente se traducía, a
veces, en el ofrecimiento de las llaves de la Cámara Real a algún noble
como pago por los servicios prestados. Tal es así que durante el reinado
del Emperador Carlos V las llaves doradas de su Cámara en el cinto de
cualquier personaje era la mayor distinción que se podía esperar, junto a
la dispensa que el Emperador ofreció a los Grandes de España
para permanecer cubiertos en su presencia. Otro aspecto relacionado en
parte con lo dicho se relaciona con aquellos que compartían el descanso
con su Señor, se trata del rey Jaime II de Mallorca, que ordenó
la redacción de las «leges palatinae» referido al personal y
competencias de aquellos que servían al rey. Entre ellos encontramos las
curiosas figuras de Scutiferi camerae [escuderos de cámara]
dormían a los pies de la cama real, provistos de sus armas. Se ocupaban
también de calzar y descalzar al Monarca. Y en el severo y reticular
protocólo borgoñón el "Premier Sommelier de Corps" dormía en un camastro en la Cámara del Gran Duque de Borgoña. El clímax en relación con estos bedeles del sueño lo podemos encontrar en la corte de Mehmet II el Conquistador,
sultán otomano entre 1451 y 1481, su sueño era vigilado por cuatro
pajes que se turnaban durante toda la noche, fijos los ojos en su
cuerpo, y en una absoluta inmovilidad. No sabemos si esta institución
duro mucho pero sí que conocemos el nombre por el que se conocía a cada
uno de ellos, de suerte que el primero se nombraba como «Silahdar»
encargado de custodiar las armas del sultán y su espada en particular.
El segundo «Cuhadar», cuidaba de sus caftanes y de las pieles. El
tercero «Rikabdar» ocupado del calzado del sultán. Había un cuarto paje
de cámara que era el portador del turbante y de la ropa interior.
En los escasos hospitales de La Edad Media era habitual que varios
enfermos ocuparan la misma cama, esta costumbre perduró hasta la edad
moderna. En el siglo XVI, en Santiago de Compostela, se
habilitaron en el hospital 80 camas para asistir a 200 enfermos, lo que
permite suponer que mas de un lecho era ocupado por tres personas. Pero
incluso en el siglo XVIII, Luís XVI, poco antes de la Revolución Francesa,
ordena que en el hospital de París no haya ninguna cama ocupada por mas
de dos enfermos, y en este caso deben estar separados por una tabla
interpuesta. A principios del XVIII, en ese mismo hospital, existían
literas; un piso inferior con cuatro enfermos y otro superior con solo
tres. En Buenos Aires, en el mismo siglo, una familia artesana de ocho miembros solo disponía de dos catres para su descanso.
Lo habitual eran los jergones de paja como el que ofrecieron a Don Quijote;
dispuesto sobre unas tablas apoyadas a su vez sobre dos bancos. Don
Quijote y Sancho, si bien no comparten cama, comparten cuarto con un
desconocido que espera la visita de la hospedera. Sancho incluso
duerme sobre el frió suelo utilizando su ropa como almohada. Hace
bueno el dicho inglés de que cualquier rincón es bueno como cabecero de cama. Otro de esos hombres excesivos en los que a veces suele detenerse la Historia de España fue Hernán Cortés.
Y es que solo vivió una vez, pero vivió como si lo hubiera hecho por
cien veces y por cien personas, sin tregua alguna. Murió relativamente
joven, como solía suceder en su tiempo, a los sesenta y dos años, cerca
de Sevilla. Dejaba numerosos hijos y una fortuna que no evitó que dos de
sus camas fueran subastadas para cancelar hipotecas.
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Cama real del Alcazar de Segovia |
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Cama del Emperador Carlos I de España. Yuste. El cortinaje negro, por deseo expreso del Emperador, acompañó sus últimos meses de vida en este Monasterio. |
La cama, que se convierte en muchos hogares en el único mueble
disponible, puede ser descrito como un bastidor provisto de cuatro
patas. Evoluciona, claro, y como lo hace. La ciudad de Ware, en Inglaterra, es conocida por una cama, de hecho el mueble recibe el nombre de: La gran cama de Ware.
Fabricada en el siglo XVI, sus dimensiones son descomunales, mide mas
de tres metros de lado y en total su superficie supera los 10 metros
cuadrados. Se expone en el Victoria and Albert Museum, de Londres, y a lo largo de sus mas de cuatrocientos años de historia ha sido marcada por los innumerables graffitis de aquellos que la utilizaron. La corte inglesa, al menos hasta Enrique VIII, fue
en extremo viajera, Enrique se mudaba unas treinta veces al año. Este
carácter nómada de las monarquías generaba unos formidables problemas de
intendencia cada vez que se debía de afrontar el traslado de miles de
personas y un número infinito de objetos. Con Enrique VIII el diseño de
los palacios reales empieza a cambiar, fomentando por un lado una faceta
pública del Monarca; amplias salas donde este se pudiera mostrar, pero
reservando ya pequeños espacios para su intimidad y la de sus muy
afectos. Enrique VIII pensaba que la excesiva familiaridad del rey y
sus súbditos iba en detrimento de la autoridad real, pensando que hasta
el siglo XIV la cama y la mesa del soberano se disponía en una amplia
sala donde hacían vida en común.
En la ciudad de Sevilla,
enriquecida como pocas durante el siglo XVI y XVII con el comercio de
ultramar, las camas alcanzan elaboraciones muy sofisticadas:
incrustaciones de oro y nácar, terciopelo, damasco, seda, y un colchón
de lana. En Zaragoza, el arzobispo, regaló a la archiduquesa de Austria,
Ana de Baviera, el lecho y las colgaduras que había utilizado
durante su brevísima estancia en la ciudad, y cuyo valor, por la calidad
de la invitada, debía ser elevadísimo. El marques de Tarifa poseía
decenas de lechos, pero el suyo, en particular, lo tenia en tanta estima
que la cámara donde se hallaba dispuesto estaba permanentemente cerrada
con llave. A los pies de esta cama había colocado su espada, no
sabemos muy bien con que intenciones, pero nos las imaginamos. Alfonso V de Aragón,
otro gran remolón, gustaba de hacer vida en la cama, y como era un gran
lector, el suelo, bajo la misma, se hallaba cubierto de libros.
Conviene destacar que las habitaciones principales eran utilizadas con
frecuencia como salones. La anfitriona, principalmente, recibía a sus
invitados sin levantarse de la cama, cubierta con sabanas y colcha,
aunque vestida para la ocasión. Juan de Zabaleta, un costumbrista español del siglo XVII, ofrece en "El día de fiesta por la mañana y por la tarde",
un intenso esbozo de una jornada femenina de la España barroca, en
ella, la anfitriona, que es de mala salud, recibe sobre un estrado a
sus numerosas invitadas, mientras que se queja de su frágil naturaleza.
Luce dos parchecitos negros sobre las sienes [lunares postizos] y
nunca besa a sus invitadas por temor a descomponer el aparatoso
maquillaje del que van provistas. Esta mujer suele recibir a sus
invitadas más íntimas en un estrado dispuesto en la misma alcoba donde
se situa su cama. Dicho estrado recibía el nombre de "cariño"
El llamado Archivo Histórico de Protocolos,
un registro notarial de varios siglos de antigüedad, es
extraordinariamente útil en el rastreo de objetos del pasado. Por él
sabemos que son numerosos los lechos llevados como dote al matrimonio o
son aportados al mismo por uno de los cónyuges. Véase el caso de Don Nicolás Díaz de la Vega en 1666, que aportó más de veinte lechos al domicilio; bien es verdad que varios de ellos: "los de armar", eran meros catres para el servicio que se desmontaban durante el día.