El 10 de diciembre de 1513, Nicolás Maquiavelo escribió una carta a su
amigo Francesco Vettori. En ella describe un día cualquiera de su vida
como relegado en su natal San Casciano in Val di Pesa, a 15 kilómetros
de Florencia, de la que fue expulsado al regresar a ella los Médici. Y,
de forma un poco casual, le comenta acerca de una obra que escribió:
“Al caer la noche vuelvo a casa y entro en mi estudio, en cuyo umbral
me despojo de aquel traje de la jornada, lleno de lodo y lamparones,
para vestirme ropas de corte real y pontificia. Y así, ataviado
honorablemente, entro en las cortes de los hombres de la antigüedad.
Recibido de ellos amorosamente, me nutro de aquel alimento que es sólo
mío, y para el cual nací (…) No me avergüenzo de hablar con ellos,
interrogándolos sobre las razones de sus acciones, y ellos, con toda
humanidad, me responden”.
De esta compenetración, continúa la misiva, surgió “un opúsculo, De
principatibus, donde profundizo en la medida de mis posibilidades en las
particularidades de este tema, discutiendo qué es un principado,
cuántas son sus clases, cómo se adquieren, cómo se conservan, por qué se
pierden”. Remata diciéndole a su amigo diplomático que aún está puliendo el material.
Maquiavelo (1469-1527) está describiendo la que por lejos sería su obra más famosa, al tiempo que infame: El Príncipe.
Un texto que no vería la luz sino hasta 1531, cuatro años después de su
muerte, pero que, siendo 1513 el año de su escritura, tiene a varios
celebrando y tomando nota del controvertido legado maquiaveliano
encarnado en una obra que se vende hasta en los quioscos, pero que no
por ello es más o mejor leída. Que puede considerarse, como señala el
académico de la U. de Boston James Johnson, “la más rigurosa anatomía
del poder jamás escrita, que muestra a los gobernantes cómo sobrevivir
en el mundo tal como es y no como debería ser”.
Desde hace siglos, “maquiavélico” es un adjetivo peyorativo referido a
gente deshonesta, para quien el fin justifica los medios -frase que en
rigor no fue acuñada por el autor- y que cree en el ejercicio del poder
con mano de hierro. Y entre los que han leído El Príncipe, por
otro lado, hay quienes lo ocupan para enseñar estrategia militar, las
reglas del marketing, la realpolitik de distintas épocas o los vínculos
con el pensamiento de Karl Marx. Todo ello sale a relucir en este año de
conmemoraciones, entre las que hubo una exposición en Roma sobre la
historia de tan célebre volumen y, a nivel local, el lanzamiento del
libro La revolución de Maquiavelo. El Príncipe 500 años después.
“¿Es éste un manual para un príncipe despiadado -un dictador,
podríamos decir- o un trabajo que sugiere la necesidad de una acción
decisiva en una Italia caótica y anárquica, como preludio al
establecimiento de una forma republicana de gobierno?”. Quien se lo
pregunta es William R. Cook, profesor de la U. del Estado de Nueva York,
y lo plantea sobre todo a propósito de la condición republicana del
autor, contra lo que sugiera esta obra dedicada a Lorenzo de Médici,
duque de Urbino.
Se ha dicho que el libro, partiendo por la dedicatoria, corresponde a
una respuesta a las acusaciones de conspiración contra los Médici. Que
puede vérsele, al decir de Cook, como una obra escrita precipitadamente
para mostrar a tan poderosa familia que su autor tenía una fórmula del
éxito político que sería de valor y utilidad para los gobernantes. Sobre
todo, dada la revuelta situación política italiana en 1513.
Dividida en 26 capítulos, la obra es un comentario de la política
contemporánea a la luz de los hechos y pensamientos de gente como
Cicerón, Darío y Alejandro. Así, arranca con una caracterización
tipológica de los principados. Y no demora en plantear una visión de la
especie humana a través de los súbditos y a través del propio
gobernante, que debe tener el ánimo dispuesto a “no apartarse del bien mientras pueda” y a “saber entrar en el mal cuando hay necesidad”.
Sus consejos dejan afirmaciones que reverberan hasta hoy. El Príncipe, se lee en la obra, “debe
ser comedido al creer y al actuar, no atemorizarse nunca y proceder
moderadamente, de modo que la confianza desmedida no lo convierta en
incauto, y la desconfianza exagerada no le haga intolerable”. A ello se agrega, entonces, una disputa: “Si
vale más ser amado que temido, o todo lo contrario. Se responde que se
quiere las dos; pero como es difícil conseguir ambas a la vez, es mucho
más seguro ser temido que amado, cuando se tiene que carecer de una”. Después de todo, “los hombres tienen menos consideración en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer”.
El Príncipe, continúa la obra, debe hacerse temer de un modo que
evite el odio, cosa que conseguirá si se abstiene de robar la hacienda y
las mujeres de sus súbditos. Y remata: “Cuando le sea indispensable
derramar la sangre de alguien, hágalo si existe justificación suficiente
y causa manifiesta, pero, sobre todo, absténgase de tomar los bienes
ajenos, porque los hombres olvidan más pronto la muerte del padre que la
pérdida del patrimonio”.
Diplomático, funcionario público, escritor y filósofo, Maquiavelo
sintetizó variadas virtudes del hombre del Renacimiento. Pero mal podría
haber hecho gran cosa por la fama que se ganaría. Tampoco terciar en la
discusión entre quienes ven El Príncipe como un manual para
tiranos y quienes lo entienden como un manual para la libertad de los
pueblos. Finalmente, y como se consigna en la introducción del libro
chileno que se lanzará en diciembre, “la intención de Maquiavelo al escribir El Príncipe sigue siendo un enigma”.