Sancho III fue El Deseado; Alfonso XII, El Pacificador; Jaime II, El Justo... Apodar a los reyes según sus virtudes y también sus defectos fue costumbre hasta hace relativamente poco tiempo. Así, hay monarcas de quienes se resaltó su comedimiento, como Felipe II, El Prudente; la solidez y el acierto de su gobierno, Fernando I, El Grande; su belleza, Felipe I, El Hermoso; sus facultades musicales, Teobaldo I, El Trovador, o su afición a la bebida, José I, más conocido como Pepe Botella.
José María Solé cuenta en su libro Apodos de los reyes de España el motivo de muchos de estos motes, casi un centenar, y la historia de los mismos. Desde los laudatorios El Sabio, El Noble, El Benigno; hasta los que señalan actitudes censurables: El Intruso, El Temblón, El Fratricida; incluso determinadas características y defectos físicos: El Tuerto, El Jorobado, El Calvo, El Gordo. A Ramón Berenguer II se le llamó Cabeza de estopa, por el color rubio de sus cabellos, y a Enrique IV, El Impotente, algo que necesita una explicación, ya que para dar testimonio de que los matrimonios reales se consumaban, buena parte de la corte -nobles, validos, algún obispo, criadas, médicos, bufones de palacio- asistía al delicado momento de la concepción, con lo que no es raro que quien más quien menos se acabara arrugando.
Hay también monarcas que tuvieron más de un mote, a veces contradictorio. Así, a Felipe V se le conoció primero como El Animoso y después como El Melancólico. Igual que a Pedro I, a quien parte de sus súbditos llamaron El Cruel y otros El Justiciero. O Fernando VII, que fue El Deseado para unos y El Felón para otros, dado que su reinado fue de los más indeseado. Luego está el Conde García Fernández, todo un hombretón, batallador y vengativo a quien se conoció como El de las Blancas Manos, tan blancas que siempre las llevaba enguantadas.
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